MEMORIAS DE UNA HORCA
De un modo sobrenatural llegó a mí la
noticia de la existencia de este papel, donde una pobre horca podrida y negra
relataba algunas cosas de su historia. Esta horca procuraba escribir sus
trágicas Memorias. Debían ser profundos testimonios sobre la vida. Como árbol,
nadie conocía tan bien el misterio de la Naturaleza; como horca, nadie conocía
mejor al hombre. Nadie puede ser tan espontáneo y genuino como el hombre que se
retuerce al extremo de una cuerda, ¡a no ser ese otro que se le sube a los
hombros! Por desgracia, la pobre horca se pudrió y murió.
Entre los apuntes que dejó, los menos
completos son estos que transcribo, resumen de sus dolores, vaga apariencia de
gritos instintivos. ¡Si ella hubiera podido escribir su vida compleja, llena de
sangre y de tristezas! Es hora de que
sepamos, por fin, cual es la opinión que la vasta Naturaleza, montes, árboles y
aguas, tiene del hombre imperceptible. Tal vez este sentimiento me lleve algún
día a publicar papeles que guardo avaramente y que son las Memorias de un átomo
y las Notas de viaje de una raíz de ciprés.
Así discurre el
fragmento que
copio y que es, tan sólo, el prólogo de las
Memorias:
« Pertenezco a
una antigua estirpe de robles, raza austera y fuerte, que ya en la antigüedad
dejaba caer de sus ramas pensamientos para Platón. Era una familia hospitalaria e histórica:
ella había dado vida a navíos para la ruta tenebrosa de las Indias, lanzas para
los alucinados de las Cruzadas y vigas para los techos sencillos y aromáticos
que cobijaron a Savonarola, Spinoza y Lutero.
Mi padre, olvidando las altas tradiciones sonoras y su linaje vegetal,
tuvo una vida inerte y profana. No respetaba las morales antiguas, ni la ideal
tradición religiosa, ni los deberes de la Historia. Era un árbol materialista.
Lo habían pervertido los enciclopedistas de la vegetación. ¡Carecía de fe, de
alma, de dios! Profesaba la religión del sol, de la savia y del agua. Era el
gran libertino de la selva pensante. En verano no bien sentía la fermentación
vívida de las savias, cantaba agitándose al sol, cobijaba los grandes
conciertos de pájaros bohemios, escupía la lluvia sobre el pueblo encorvado y
humilde de las hierbas y de las plantas, y por la noche, en el abrazo de las
hiedras lascivas, roncaba bajo el silencio estelar. ¡Cuando llegaba el
invierno, con la pasividad animal de un mendigo, alzaba hacia la impasible
ironía del azul sus brazos flacos y suplicantes!
» Por eso nosotros, sus hijos, no fuimos
felices en la vida vegetal. Uno de mis hermanos fue llevado para convertirse en
tablado de payasos; ¡rama contemplativa y romántica, todas las noches iba a ser
pisada por la burla, por el escarnio, por la farsa, por el hambre! La otra
rama, llena de vida, de sol, de polvo, recia, solitaria de la vida, luchadora
contra los vientos y las nieves, fue arrancada de nosotros, ¡para ir a ser
cuaderna de una barca! ¡Yo, el más digno de lástima, acabé en horca!
» Desde pequeño fui triste y compasivo. Tenia grandes amistades en la
selva. Yo sólo quería el bien, la risa, la sana dilatación de las fibras y de
las almas. El rocío que me humedecía de noche lo lanzaba a unas pobres violetas
que vivían debajo de nosotros, dulces muchachitas dolientes, melancólicas,
condensadas y vivas de la gran alma silenciosa de la vegetación. Cobijaba a
todos los pájaros en víspera de temporales.
Era yo quien recibía la furia de la lluvia. Venía ella con los cabellos
desgreñados, ¡perseguida, mordida, quebrantada por el viento! Le abría mis ramas y mis hojas y la ocultaba
allí, al calor de la savia. El viento
pasaba, confundido e imbécil. Entonces la pobre lluvia, que lo veía alejarse,
silbando lascivo, se dejaba caer en silencio por el tronco, gota a gota, para
que el viento no la oyese, ¡e iba, a rastras, entre la hierba, a unirse con su
alma madre el Agua! Hice por ese tiempo amistad con un ruiseñor que venía a
conversar conmigo durante las largas horas ocupadas de silencio. ¡El pobre
ruiseñor abrigaba una pena de amor! Había vivido en un país remoto, donde los
noviazgos tienen más lánguidas molicies; allí se enamoró y lloraba conmigo en
líricos suspiros. ¡Tan mística fue su pena, que, según me dijeron, el
desdichado, impulsado por el dolor y la desesperación, se arrojó al agua!
¡Pobre ruiseñor! ¡Nadie tan amante, tan viudo y tan casto!
»Quería yo
proteger a todo ser viviente. Y cuando las mozas campesinas venían a mi pie a
llorar, ¡yo alzaba siempre mis ramas, como dedos, para que la pobre alma
anegada en lágrimas pudiera ver todos los caminos del cielo!
»¡Nunca más!
¡Nunca más, verde juventud lejana!
» En fin, era
obligatorio que yo ingresara en la vida de la realidad. Un día uno de esos
hombres metalizados que trafican con la vegetación vino a arrancarme del
árbol. No sabía para qué me querían. Me
tendieron en un carro y, al caer la noche, los bueyes empezaron a caminar,
mientras al lado un hombre cantaba en el silencio de la noche. Yo iba herido, perdía mis fuerzas. Veía las
estrellas con sus miradas punzantes y frías.
Sentía que me alejaban de la gran selva. Oía el rumor gimiente,
indefinido y arrastrado de los árboles. ¡Eran voces amigas que me llamaban!
» E ncima de mí
volaban aves inmensas. Sentía un desfallecimiento en un torpor vegetal, como si
estuviera disipándome en la pasividad de las cosas. Me adormecí. Al amanecer, estábamos entrando en una
ciudad. Las ventanas me miraban con ojos inyectados en sangre y llenos de un
sol enfurecido. Yo sólo conocía las ciudades por las historias que de ellas
contaban las golondrinas en las veladas sonoras del boscaje. Pero como iba tendido y amarrado con cuerdas,
sólo veía las humaredas y un aire opaco. Oía un estrépito áspero y desafinado,
en el que mi análisis descubría sollozos, risas, bostezos y, además, el sordo
rechinar del fango y el tintineo sombrío de los metales. ¡Olía, en fin, el olor
mortal del hombre! Fui arrojado a un
patio infecto, donde no había ni azul ni aire. Entonces empecé a comprender que
una gran inmundicia aplasta el alma humana ¡ya que tanto se esconde de la vista
del sol!
» Vinieron unos
hombres, que me golpearon despreciativamente con los pies. Estaba yo en un
estado tal de torpor y de materialidad que ni siquiera sentía la nostalgia de
la patria vegetal. Al otro día un hombre se me acercó y empezó a darme
hachazos. Ya no sentí más. Cuando recobré el sentido, iba otra vez atado en el
carro y, por la noche, un hombre aguijoneaba a los bueyes, cantando. Sentí que
lentamente renacían mi conciencia y mi vitalidad. Sospeché que estaba
transformado en otra vida orgánica. No
sentía la fermentación magnética de la savia, la energía dinámica de los
filamentos y la superficie vivaz de las cortezas. Alrededor del carro iban
otros a pie. Bajo la blancura silenciosa y compasiva de la luna, me invadió una
nostalgia infinita de los campos, del olor del heno, de las aves, de las
hierbas, de toda la gran alma vivificadora de Dios que se mueve entre la
enramada. Adivinaba que iba hacia una vida real, de servidumbre y de trabajo.
Pero ¿cuál? Había oído hablar de los árboles que van a ser leña, que calientan
y crean y, al sentir en la convivencia del hombre la nostalgia de Dios, luchan
con sus brazos de llamas para apartarse de la tierra; éstas se disipan en la
augusta transfiguración del humo: pasan a ser nubes, se remontan a la intimidad
de las estrellas, ¡a vivir en la serenidad blanca y altiva de los inmortales y
a percibir los pasos de Dios!
»Alguien me
había hablado de los que van a ser vigas de la casa del hombre; esos felices y
privilegiados, oyen en la penumbra amorosa y dulce el estallido de los besos y
de las risas: son amados, vestidos, lavados, se apoyan sobre ellos los cuerpos
dolorosos de los Cristos; son los de la pasión humana, sienten la alegría
inmensa y orgullosa de los que protegen, y risas infantiles, los suspiros de
amor, confidencias, desahogos, elegías de la voz; todo lo que les hace recordar
los murmullos del agua, el estremecimiento de las hojas, la canción del viento;
toda esa gracia pasa sobre ellos, que gozaron ya de la luz de la materia como
una inmensa y bondadosa alma.
»También había oído
hablar de los árboles de buen destino, que van a ser mástil de un navío, a
percibir el olor de la marejada y a oír las leyendas del temporal; a viajar, a
ver, a luchar, a vivir, llevados a través de las aguas, por el infinito, entre
radiantes sorpresas, ¡como almas arrancadas del cuerpo que hacen por primera
vez el viaje al cielo!
»¿Qué iría a ser
yo?... Llegamos. Tuve entonces la visión
real de mi sino. ¡Iba a ser una horca!
»Y me quedé
inerte, destrozada por la pena. Me levantaron. Quedé sola, tenebrosa, en un
campo. Había entrado, al fin, en la realidad dura de la vida. Mi destino era
matar. Los hombres, con sus manos
siempre cargadas de cadenas, de cuerdas y de clavos ¡habían ido a buscar un
cómplice entre los robles austeros! Yo iba a ser la eterna compañera de las
agonías. ¡Sujetos a mí se balancearían los cadáveres como en otro tiempo las
ramas verdes salpicadas de rocío!
»¡Mis frutos serían negros: los muertos!
»Mi rocío sería
de sangre. ¡Yo, la compañera de los pájaros, dulces tenores errantes, tendría
que oír por siempre las agonías del sollozo, los gemidos del ahogo! Las almas, al partir, se desgarrarían en mis
clavos. Yo, hija del árbol del silencio y del misterio religioso; yo, llena de
augusta alegría, húmeda de rocío, cobijo de los salmos sonoros de la vida; yo,
a la que Dios conocía como buena consoladora, tenía que mostrarme cambiada a
las nubes, al viento, a mis antiguos camaradas puros y justos; yo, el árbol
vivo de los montes, en intimidad con la podredumbre, ¡en camaradería con el
verdugo, sosteniendo alegremente un cadáver por el pescuezo, para que los
buitres le arrancaran las carnes!
»Esto iba yo a
ser! Me quedé yerta e impasible, como en nuestras selvas los lobos cuando
sienten que la muerte los acecha.
» Era la aflicción.
A lo lejos se mostraba la ciudad cubierta de niebla.
»Apareció el
sol. A mi alrededor empezó a agruparse la gente. Después, casi desfallecida, oí
un rumor de sones tristes, el ruido pesado de los batallones y los cantos
dolidos de los religiosos. Entre dos cirios venía un hombre, lívido. Entonces,
confusamente, como en las escenas sin realidad del sueño, sentí un
estremecimiento, una gran vibración eléctrica, ¡y luego la melodía lúgubre y
arrastrada del canto de difuntos!
»Recobré mis sentidos.
» Estaba sola.
El pueblo se dispersaba, bajando hacia los poblados. ¡Nadie! La voz de los sacerdotes descendía
lentamente, como el flujo final de una marea. Era al caer de la tarde. Vi. Vi
libremente. ¡Vi! ¡Colgado de mí, tieso, flaco, con la cabeza caída y dislocada,
estaba el ahorcado! ¡Me horripilé!
»Sentía yo el
frío y el lento subir de la putrefacción. ¡Iba a permanecer allí de noche,
sola, en aquel descampado, sosteniendo en mis brazos aquel cadáver! ¡Nadie!
»El sol se iba,
el sol puro. ¿Dónde estaba el alma de aquel cadáver? ¿Había partido ya? ¿Se
habría diluido en la luz, en los vapores, en las vibraciones? Percibí los pasos de la triste noche que
llegaba. El viento hacía oscilar al
cadáver, la cuerda crujía.
» Yo temblaba,
hundida en una fiebre vegetal, de desgarros y silencios. No podía estar allí
sola. El viento me llevaría, arrancándome, en pedazos, hacia la antigua patria
de las hojas. No. El viento era suave, ¡casi tan sólo el aliento de la sombra!
¿Había llegado entonces el tiempo en que la gran Naturaleza, la Naturaleza
religiosa, quedaba abandonada a las fieras humanas? ¿Los robles ya no eran un
arma? ¿Era justo que el hacha y las cuerdas llegaran a buscar las ramas,
producto de la labor de la savia, del agua y sol, trabajo arduo de la
Naturaleza, forma brillante de la intención divina, para llevárselas hacía el
universo de la impiedad, para convertirlas en tablas de horca, donde los
cuerpos penden para la putrefacción? Y
los ramajes puros que fueron testigos de las religiones ¿ya no servían más que
para poner en práctica las condenas humanas?
¿Servían solamente para sostener las cuerdas, que para sus cabriolas
usan los saltimbanquis y en las que los condenados se retuercen? No podía ser.
»Pesaba sobre la
Naturaleza una fatalidad infame. Las almas de los muertos que saben el secreto
y comprenden la vida vegetal encontrarían grotesco que los árboles, después de
haber sido colocados por Dios en la selva, con los brazos abiertos, para
bendecir la tierra y el agua, ¡fuesen arrastrados hacia las ciudades y
obligados por el hombre a extender el brazo de la horca para bendecir a los
verdugos!
»Y después de
sustentar ramos de verdor que son los hilos misteriosos sumergidos en el azul
con los que Dios apresa la tierra - ¡iban a servir de sostén a las cuerdas de
la horca, que son las cintas infames con las que el hombre se une a la
podredumbre! ¡No! ¡Si las raíces de los cipreses contaban aquello en casa de
los muertos harían estallar de risa la sepultura!
» Así hablaba yo
en la soledad. Caía la noche, lenta y fatal. El cadáver se balanceaba al
viento. Empecé a oír aletazos. Volaban sombras sobre mí. Eran los buitres. Se
posaron. Sentía el roce de sus plumas inmundas; afilaban los picos en mi
cuerpo; se colgaban, ruidosos, clavándome las garras.
» ¡Uno se posó
en el cadáver y empezó a picotearle la cara!
Dentro de mí estallaron los sollozos. Pedí a Dios que me pudriese de
repente. ¡Había sido un árbol de las selvas al que los vientos hablaban!
¡Servía ahora para afilar los picos de los buitres y para que los hombres
colgasen de mí cadáveres, como viejos ropajes de carne, en harapos! ¡Oh, Dios
mío! - sollocé también - ¡no quiero ser un monumento de tortura; he sido fuente
de alimento y no quiero matar; fui amiga del labrador y no quiero alianzas con
el sepulturero! El mundo vegetal posee
una ignorancia sacra: la del sol, del rocío y de las estrellas. Angélicos,
buenos y malos son por igual cuerpos intocables para la gran Madre Naturaleza,
noble y caritativa. ¡Oh, Dios, libérame de este mal del hombre, tan feroz y tan
hondo que se trasciende a sí mismo, que horada a la propia Naturaleza y hasta
llega a herirte a Ti, en tu mundo celestial! ¡Oh, Dios, el cielo azul me brindó
cada mañana la frescura del rocío, la tibieza fecundante, la belleza inmaterial
y fluyente de lo blanco, la transformación a través de la luz, todo lo bueno,
todo lo grácil, todo lo sano; no permitas que mañana muestre a cambio, ante su
primera mirada, este cadáver desgarrado!
»Pero Dios
dormía en sus paraísos de luz. Tres años viví en estas angustias.
» Ahorqué a un
hombre, un pensador, un político, criatura del bien y de la verdad, alma bella,
pletórica de las formas del ideal, defensor de la luz. Fue vencido y ahorcado.
»Ahorqué a un
hombre que había amado a una mujer, que había huido con ella. Su crimen era el amor, al que Platón llamó
misterio y al que Jesús llamó ley. El aparato jurídico castigó la fatalidad
magnética de la afinidad de las almas ¡y corrigió a Dios con la horca!
»Ahorqué también
a un ladrón. Este hombre era también obrero. Tenía mujer, hijos, hermanos y
madre. En el invierno quedó sin trabajo, sin fuego, sin pan. Invadido por una
nerviosa desesperación, robó. Fue ahorcado a la puesta de sol. Los buitres no
acudieron. El cuerpo llegó a la tierra limpio, puro y sano. Era un pobre cuerpo
que había sucumbido porque lo apreté con rigor, como el alma había sucumbido
por colmarla y engrandecerla Dios.
»Ahorqué a veinte. Los buitres me conocían. La Naturaleza veía el dolor
dentro de mí; no me despreció; el sol me otorgaba su luz espléndida, las nubes
venían a arrastrar sobre mí su blanda desnudez, el viento me refería cosas de
la vida de la selva que yo había abandonado, la vegetación inclinaba con
ternura sus frondas para saludarme: Dios me enviaba el rocío, ese frescor que
era promesa de un perdón del mundo natural.
» Envejecí.
Aparecieron las arrugas oscuras. El gran mundo vegetal, al percibir cómo me
enfriaba, me envió a mí sus vestidos de hiedra. Los buitres no volvieron y
también desaparecieron los verdugos. Me sentía penetrada de la antigua paz de
la Naturaleza divina. Las flores que me
habían evitado volvieron a nacer a mi alrededor, como amigas verdes y
confiadas. La Naturaleza parecía
consolarme. Sentía la llegada de la
podredumbre. Un día de nieblas y vientos
me dejé caer tristemente al suelo, entre la hierba y la humedad, y empecé a
morir en silencio.
» Los musgos de
las hierbas me cubrieron y comencé a percibir que me diluía en la materia
inmensa, como en un dulzor ilimitado.
» El cuerpo se
me enfría: tengo conciencia de que poco a poco dejo de ser pudrición para
transformarme en tierra. ¡Voy, voy! ¡Oh tierra, adiós! Me vierto a través de las raíces. Los átomos huyen hacia toda la vasta
Naturaleza, hacia la luz, hacia el verdor. Apenas oigo el rumor humano. ¡Oh,
antigua Cibeles, voy a meterme dentro de la circulación material de tu
cuerpo! Veo aún vagamente la apariencia
humana, como una confusión de ideas, de deseos, de desalientos, entre los
cuales pasan cadáveres ¡transparentes, bailando! ¡Apenas te veo, oh mal humano!
¡En medio de la vasta felicidad difusa del azul eras sólo como un hilo de
sangre!
» ¡Las floraciones,
como vidas ávidas, comienzan a aplastarme! ¿No es cierto que allí abajo, aún,
en el poniente, los buitres hacen el inventario del cuerpo humano? ¡Oh materia,
absórbeme! ¡Adiós! ¡Hasta nunca más, tierra infame y augusta! Veo ya que los astros, corno lágrimas,
atraviesan la faz del cielo. ¿Quién llora así? ¡Me siento ya disuelta en la
vida formidable de la tierra! ¡Oh mundo oscuro, de barro y oro, que eres un
astro en el infinito, adiós! ¡Adiós! ¡Te dejo en herencia mi cuerda podrida!».
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